Entonces ¡qué algarabía la de los chicos, qué saltos y qué batir de palmas! Y la verdad era que luego, ya de mayores, comprendían que no era para tanto.
Olimpia Zuleta tenía un amor alegre, de palomera alborotada, y le gustaba permanecer desnuda por varias horas, en un reposo lento que tenía para ella tanto amor como el amor.
Esa tarde, después de acompañar al tío León XII, pasó como por casualidad por la casa de Olimpia Zuleta, y la vio por encima de la cerca dándoles de comer a las palomas alborotadas.
En los días ordinarios era difícil dormir allí con los gritos de los estibadores y el estruendo de las grúas del puerto fluvial, y los bramidos enormes de los buques en el muelle.
Fermina Daza respiró el buen aire de la impunidad en el salón vacío, y ambos contemplaron desde la borda la muchedumbre alborotada que identificaba sus equipajes en los vagones de un tren que parecía de juguete.