Elizabeth le seguía con la vista y envidiaba a todos con quienes conversaba; apenas tenía paciencia para servir el café, y llegó a ponerse furiosa consigo misma por ser tan tonta.
Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos.