La duquesa llevaba unas rosas magníficas, que desparramó sobre la tumba; después de permanecer allí un rato, pasaron por las ruinas del claustro de la antigua abadía.
Desde el cerro de San Lázaro veían por el oriente las ciénagas fatales, y por el occidente el enorme sol colorado que se hundía en el océano en llamas.