Padre e hijo se quedaban quietos, escuchando encogidos en sus jergones, hasta que parecía que le flaqueaban las fuerzas y el sueño, nunca tranquilo, le vencía.
Aterrorizada, poseída por el espanto y el diluvio, me senté en el mecedor con las piernas encogidas y los ojos fijos en la oscuridad húmeda y llena de turbios presentimientos.