Lo que me gustaba de aquel colegio mayor era su ambiente internacional, pues ahí se alojaban jóvenes de casi todas las razas: blancos, negros, mestizos, mulatos, asiáticos.
El único que acepto fue Aureliano Triste, un mulato grande con los ímpetus y el espíritu explorador del abuelo, que ya había probado fortuna en medio mundo, y le daba lo mismo quedarse en cualquier parte.
El color de mi piel no era exactamente el de los mulatos, como podría esperarse en un hombre que no se cuidaba demasiado y que vivía a nueve o diez grados de la línea del ecuador.