Luego, a una nueva señal, se echaron todos al suelo y se quedaron allí tranquilos: el opaco rasgueo de las cítaras era el único sonido que rompía el silencio.
Las seis horas de mar, que desde el principio del verano habían sido un continuo ejercicio de imaginación, se convirtieron en una sola hora igual, muchas veces repetida.
Las hermanas resecas, la madre gorda y unas cuantas vecinas, sentadas junto a la ventana y enlutadas todas de arriba abajo, continuaban desgranando los misterios del rosario con voz monótona y llorosa.
También existía una opción para las almas de las personas comunes y corrientes que no habían demostrado una gran virtud ni una gran maldad, conocido como los Campos de Asfódelo, un lugar más neutral y monótono.
Les dio las gracias sin oír lo que le decían —palabras—, con el alma puesta en la queja maquinal, angustiosa y agónica de Camila, ni corresponder las muestras de efusión con que le estrecharon las manos.