De un salto cruzó la cocina y se detuvo frente a la señora Lynde con el rostro enrojecido por la ira, los labios temblorosos y estremeciéndose de pies a cabeza.
Cuando estuvo en la calle, miró la columna Vendóme, y sintió deseos de gatear por ella como si le pareciese una cucaña. Se sentía ligero, con ánimo para saltar por encima de la estatua del emperador, puesta en lo alto.