Mi historia, casualmente, giraba en torno a una prodigiosa pluma estilográfica de pasmoso parecido con la de la tienda y que, además, estaba embrujada.
Cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.
Para mi consuelo, y tal como había predicho mi padre, la pluma Montblanc permaneció durante años en aquel escaparate, que visitábamos religiosamente cada sábado por la mañana.
Por absurdo que aquello me pareciera, a mil millas de distancia de todo lugar habitado y en peligro de muerte, saqué de mi bolsillo una hoja de papel y una pluma fuente.
Resultó ser que aquélla era la reina de las estilográficas, una Montblanc Meinsterstück de serie numerada, que había pertenecido, o eso aseguraba el encargado con solemnidad, nada menos que a Víctor Hugo.
Cuando terminó la clase y salieron todos, Ana se dirigió a su asiento, y sacando ostentosamente cuanto allí tenía, libros y cuadernos, lapiceros y tinta, Biblia y aritmética, los apiló sobre su rota pizarra.