Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias, ¡pero son tan perezosas las costureras!
Pero lo hice con gusto, no crea: me encantaba coser y tenía mano, así que aprendí, me esforcé, perseveré y me convertí con el tiempo en una buena costurera.
De aquel lugar, sin embargo, nos espantó una vecina: en el edificio de al lado residía una de las mejores modistas de la ciudad, una costurera de cierta edad y sólido prestigio.
La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.
– Está nevando y van desnudos ¡Seguro que los pobrecillos pasan mucho frío! Yo podría hacerles algo de ropa para que se abriguen bien ¡Recuerda que soy una magnífica costurera!
Y había finalmente varios puñados de costureras de poco fuste que hacían rondas por las casas, lo mismo cortando batas de percal que reconvirtiendo vestidos heredados, cogiendo bajos o remendando los tomates de los calcetines.
El mío se lo debo a Manuela Malasaña, una apasionada costurera convertida en heroína popular en el levantamiento contra las tropas napoleónicas del 2 de mayo de 1808, fecha que da nombre a la más importante de mis plazas.