Me dirijo a usted en nombre de Manuel, mi vecino, quien ha venido sufriendo las consecuencias de las frecuentes y ruidosas fiestas que celebran nuestros vecinos.
Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces.
Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento.
Está acostada con los brazos detrás de la cabeza, pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud.
La Luneta, mi primera calle en Tetuán: estrecha, ruidosa, irregular y bullanguera, llena de gente, tabernas, cafés y bazares alborotados en los que todo se compraba y todo se vendía.
Al poco se escuchó el rumor del tráfico y el aire pareció prender como una burbuja de gas al calor de farolas y semáforos que me hicieron pensar en una muralla invisible.