Ondeaba al viento contra el oscuro azul del cielo, irradiando un aura plateada que, de un modo extraño, parecía relacionada con el creciente número de estrellas.
Cuando lo recibió en el locutorio a las seis de la mañana le impresionaron sus aires de juventud, su palidez de mártir, el metal de su voz, el enigma de su mechón blanco.
Completamente —aseguró Diana en el instante en que Ma-rilla apareció en la puerta; una figura delgada con más cabellos grises que en otros tiempos, pero con un rostro mucho más tierno—.
Un hombre alto y viejo, con rostro afable y el pelo blanco, un aire tan arrogante como Julio César y Roscoe Conkling en la misma postal, había ido a buscarla a la estación.