Como el abrigo que llevaba era blanco, no conseguía distinguir más que su bufanda roja, que se agitaba violentamente como si fuera una llama que luchaba contra la tempestad.
Sierva María vio la deflagración dorada y oyó la crepitación de la leña virgen y sintió el tufo acre de cuerno quemado sin que se le moviera un músculo de su rostro de piedra.
Doña Clara, la esposa del teniente, las estaba esperando y con ella sus doncellas y también una vecina. Y apenas habían entrado, cuando resplandeció Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces menores.
A la mañana siguiente despertó con la sensación de haber renacido, de ser una vela rescatada del olvido que, la noche anterior, tras años acumulando polvo en un cajón, volvía a arder gracias a aquel pequeño fuego en el temporal.
Corrió hacia donde estaba Ulises, se escondió junto a él entre los arbustos, y ambos vieron con el corazón oprimido la llamita azul que se fue por la mecha del detonante, atravesó el espacio oscuro y penetró en la carpa.